Puedes leer la primera parte del relato aquí:
Il Signor Puccini
La secuencia de imágenes nos muestra un cielo que todavía duerme. La alta chimenea de Il Comignolo nos guía a través del comienzo de un nuevo día. No se oye apenas nada, solo una brisa marina que se cuela suavemente entre las calles empinadas.
Salimos a una pequeña plaza con una fuente de piedra que borbotea en su centro. En una de las fachadas, un azulejo indica el nombre del lugar: Largo Ombra. Subimos los tres peldaños gastados que llevan a la entrada del hostal y nuestra mano derecha empuja con dificultad una gruesa y rugosa puerta de madera.
Entramos en un pequeño vestíbulo circular con una alfombra de esparto redonda. La pequeña estancia conecta con una recepción de paredes enladrilladas, también circular. Encuadramos a la señora Gobbi sentada trás una mesa de madera sobre la que reposa una taza de té humeante. La anciana está haciendo punto con una lana naranja a la luz de un par de velas moribundas.
Esperamos y, finalmente, Nina levanta la cabeza y nos mira con sus grandes ojos color ocre. Ladea la cabeza, como si fuera un búho y pestañea. Pero cuando parece que va a decir algo, el sonido de unos pasos aterriza en la escena seguidos de una gigantesca figura. Florent aparece en el cuadro mientras sus enormes botas terminan de recorrer los últimos peldaños de las escaleras que suben hacia las habitaciones de los huéspedes.
Se para durante un breve instante y frunce el ceño, como si intentara recordar algo. Entonces se vuelve hacia la señora Gobbi y dice:
- Bonjour.
Giramos de nuevo hacia la señora Gobbi. Esta sonríe y contesta:
- Buongiorno, Florent.
Florent se dirige hacia la puerta y entra en el fotograma; sin embargo, cuando solo ha recorrido la mitad de la imagen, la señora Gobbi levanta la mano y el francés se detiene de sopetón, como si alguien le hubiera puesto el freno de mano. La anciana saca unas gafas de su cardigan y abre una agenda de color pistacho que reposa sobre la mesa. Su vista recorre el papel guiada por un dedo tembloroso. Cuando encuentra lo que busca, coge un bolígrafo rojo y tacha algo en la página.
- Hoy os toca con Tommaso Scarabosio. Lo encontraréis preparándose en Mare Piccolo. Daros prisa o zarpará sin vosotros - dice asintiendo a la cámara.
Salimos al exterior siguiendo al extranjero. Florent camina a zancadas y podemos oír el resuello de Antonello que se afana para cogerle el ritmo. Por suerte, Il Comignolo está situado en el punto más alto del pueblo y las calles hacen bajada.
De repente, nos tambaleamos y se escucha un grito de dolor.
- !Cazzo! - exclama Antonello mientras vemos cómo su mano libre se frota una rodilla huesuda.
Florent ha desaparecido de la imagen. Empezamos a correr a toda velocidad calle abajo y resbalamos un par de veces más antes de llegar finalmente al inicio del Ponte Bianco.
Hoy el mar ruge, haciendo que las olas choquen y laman los edificios de Ridotto; dejando marcas de sal, algas y moluscos en la parte baja de algunas de las fachadas al retirarse. Muchas de las hiedras en los balcones cuelgan tan largas que son regadas frecuentemente por el agua salada - a alguna incluso le faltan varias hojas, arrancadas al aire por algún pez curioso. Un puñado de pinos crece también en las rocas, valientemente contra los elementos.
Descendemos deprisa unas escaleras talladas en la roca caliza y esprintamos por la pequeña cala.
En la orilla se recorta un pequeño barco de casco verde oscuro. Las luces se encienden y el sonido del motor invade el paisaje. La embarcación empieza a moverse.
- Merda… Tommaso! Tommasooooo! - grita Antonello desesperado.
Pero el barco ya ha empezado a adentrarse en el mar. Un chapoteo nos indica que nos hemos metido en el agua. Por suerte, las aguas cerca del puente no són nada profundas, apenas un par de palmos. Unas gotas salpican la lente y la imagen se emborrona.
Después de muchos tumbos y ruido, una voz grave se abre paso hasta nosotros:
- ¡Per la barba di Puccini!… ¡Antonello!
Unas manos aparecen de la nada y nos izan. Caemos sobre la cubierta y enfocamos un par de botas de goma amarillas y sucias.
- ¡Ja! Lo siento chico, ya sabes que tengo que salir temprano. No puedo esperar, por mucho que Maurizio quiera hacer estas dichosas entrevistas - dice una voz ronca y áspera, como el asfalto bajo el sol.
Nuestro pulgar saca el agua de la lente y el plano nos revela a un hombre detrás del timón - Tommaso Scarabosio, el pescador de Soltano. Se trata de un hombre muy bajo pero fornido con una densa barba entrecana. Sus pequeños ojos de color azul marino estan cobijados bajo un viejo sombrero vaquero. Nos ofrece una callosa mano y nos levantamos con torpeza.
El alba empieza a despuntar en el horizonte y vemos a Florent apoyado en la baranda del barco, que nos observa desde detrás de sus gafas de sol negras mientras fuma su habitual puro.
Pasamos unos minutos en el silencio del océano.
- Y bien, ¿qué te ha traído por aquí Florent? - pregunta Tommaso - y a continuación, lanza un poderoso escupitajo por la borda, como si quisiera dispararle a las olas - ¡Buongiorno, signor Puccini! - brama con fuerza.
Florent gira la cabeza perplejo y exhala una gran nube de humo.
- Ehhh… parfumerie - responde al cabo de unos segundos.
- Ya bueno… Eso ya lo sé. Me refiero a ¿por qué aquí?
- Porque está… ben… lejos.
- ¿De dónde eres?
- Grasse - dice con ese sonido tan francés que baila entre la g y la r, un gorgoteo que solo una lengua macerada en vino y quesos es capaz de pronunciar.
- Ah… ¡Ja! Tiene sentido supongo - dice el pescador mientras se rasca la barba y hace virar el barco.
Las olas chocan contra el casco y barren parte de la cubierta.
- ¡Affoga nella tua stessa acqua, Puccini, bastardo da porto! - maldice con rabia Scarabosio con una voz gutural, alzando el puño en alto y escupiendo otra bala de saliva que impacta contra la espuma.
- ¿Por qué tiene sentido? - pregunta Antonello, una vez que el pescador se ha calmado.
- ¡Es la capital mundial del perfume! ¡Ja! Tienen grandes plantaciones de flores aromáticas como las rosas, el jazmín y la lavanda, porque los jodidos tienen un clima especial. Los campos de flores deben ser jodidamente preciosos… - responde Tomasso al tiempo que inspira aire por la nariz, como si estuviera navegando por un prado.
Florent se queda callado, como si le costará procesar la información.
- Ah, disculpa. No hablas mucho italiano, ¿eh? ¡Ja! Quizás pueda intentar traducírtelo, hace tanto que hice francés en la escuela… Veamos… C’est… la capital… - comienza indeciso el pescador.
De repente Antonello lo interrumpe.
- C’est la capitale mondiale du parfum. On y trouve de grandes plantations de fleurs aromatiques comme les roses, le…, no me acuerdo, qué más… ¡Ah sí! Les champs de fleurs doivent être… magníficos…
Los dos hombres miran a la cámara con rostros atónitos.
- C’est la capitale mondiale du parfum. On y… - empieza a repetir Antonello más alto para hacerse oír por encima del rugir del mar.
- ¡Antonello! ¡¿Pero qué coglioni…?! - le interrumpe Tommaso, anonadado.
- Hago francés en la escuela - explica Antonello.
- ¡Ja! Pero si a ti no te gustan los idiomas - replica Tommaso divertido.
- Pues ahora sí. Y se me da muy bien. ¡Pregúntale a mi profe Emiel! - responde Antonello orgulloso.
- Ah, el belga. Es el padre de Elettra, ¿verdad? Ya veo… ¡Ja! Supongo que es una motivación lícita como cualquier otra - seguidamente se calla y asiente varias veces a la vez que nos sonríe con unos labios apretados que reprimen un comentario innecesario.
La cámara baja levemente sonrojada.
- Bueno, pues eso. Lo que ha dicho el chico.
- C’est pas si beau - responde Florent con desdén.
- Pues mi exmarido Toni siempre quiso ir a vivir allí. Estaba enamorado del sur de Francia.
Florent se queda callado unos segundos y entonces pregunta:
- Et pourquoi… - empieza Florent.
- ¿Qué por qué no nos mudamos allí? - le ayuda Tomasso.
Florent asiente, por primera vez, con un rostro que desprende cierta curiosidad.
- Bueno… La verdad es que nos lo planteamos. Pero en el fondo era solo un parche para nuestros problemas.
- ¿Un quoi?
- Es como una solu… - empieza Tommaso.
- Un pansement - le interrumpe de golpe Antonello.
- Bueno pues eso. Que sería solo un pansement. Nos divorciamos dos meses más tarde de todas maneras. No hubiera solucionado nada, créeme. ¡Ja! La mierda te la llevas contigo allá donde vayas, no importa cuantas rosas perfumadas haya, el olor a mierda siempre se huele.
Breve inciso: Para evitar la redundancia de información y dejar que las conversaciones fluyan de manera más natural, de ahora en adelante, obviaré (a excepción de cuando aporte algo no hacerlo) el hecho de que Antonello hace de traductor entre Florent y el resto.
Antonello empieza a traducir pero Florent nos hace un gesto brusco con la mano dando a entender que no es necesario.
- Ya bueno… No todos los problemas se pueden solucionar. A veces hay que… dejarlos atrás - dice Florent con sequedad mientras se frota las manos incómodo.
Al recordar que está siendo grabado se sonroja de vergüenza y esconde las manos en los bolsillos.
- No es lo mismo huir de un problema que hacer las paces con él, aunque no quedé solucionado del todo - contesta Tommaso.
- Generalizar es de mala educación, ¿sabe? ¡¿Me está llamando cobarde?! - responde el francés con dureza, antes de apagar su puro en la suela de su bota y tirar la colilla por la borda.
La voz de Antonello suena débil al traducir.
- ¡Ey, no tires mierda al mar! Que yo escupa al Signor Puccini no significa que puedas usarlo de vertedero, ¿entendido? - grita el pescador haciendo aspavientos, lo que hace que su sombrero vaquero se le caiga y quede colgando por el barboquejo sobre la espalda, dejando al descubierto su calva.
Los dos hombres calvos se miran con rabia durante unos segundos. Finalmente, Florent aparta la mirada con desgana y dice:
- D’accord.
Tomasso se pone de nuevo el sombrero. Permanecemos unos minutos en silencio: él con ambas manos en el timón, Florent con las suyas en los bolsillos.
- ¿Tienes problemas que resolver en Grasse? - pregunta de pronto el pescador.
Florent se gira con cara de enfado. Pero parece darse cuenta que la pregunta es genuina y su rostro se relaja levemente.
- Oui. Mmmm… Mon frère… - responde mirándose los pies.
- Herma… - empieza a traducir Antonello.
- Hasta allí llego, chico - le corta Tomasso - la familia es complicada a veces ¡Ja! Ya lo creo…
La conversación muere y el silencio vuelve a trepar por la borda. El sol empieza a sobrevolar tímido el horizonte y vemos algunas gaviotas a lo lejos que graznan a todo pulmón. Al rato, Florent dice:
- Ella… - hace una pausa para tomar un largo respiro - Camille… mi mujer, me puso los cuernos con mi hermano Laurent.
Florent se gira y se frota los ojos avergonzado.
- ¡Joder! Lo siento Florent. Eso no es una situación fácil…
- Durante casi un año… - añade el forastero.
- ¿!Cómo…!? ¡Serán imbéciles! Bastar… Perdón…
- Tienes permiso para insultarles. Bueno… Solo a mi hermano, Camille… todavía la quiero demasiado.
- ¡Ja! Pues con mucho gusto. Sarà bastardo! Figlio di puttana, verme schifoso! Traditore del cazzo, non vale un cazzo! Merda con le gambe! Serpe schifosa! Stronzo senza dignità! Spero che marcisca da solo con la sua coscienza sporca! - vocifera Scarabosio, alzando su puño hacia el cielo.
Acto seguido, el pescador escupe con fuerza al mar.
- Tienes mi permiso para escupir al Signor Puccini, Florent. Creo que la ocasión lo merece.
Florent lo mira algo inseguro pero acaba asintiendo. El francés contrae las mejillas, como si quisiera exprimir hasta la última gota de saliva, inspira hondo por la nariz y lanza un enorme lapo que traza una amplia parábola y se pierde en el agua.
- ¡Ja! Eso es, vaffanculo!
Florent, todavía ruborizado, se vuelve a meter las manos en los bolsillos y pregunta:
- ¿Cómo es que lo llama Signor Puccini?
- Paso mucho tiempo solo y, aunque me aclara las ideas, no tengo a nadie a quién maldecir… Maldecir a alguien sin nombre es demasiado impersonal, por eso le he puesto el nombre de Signor Puccini al mar. Pero para mi está más que justificado, teniendo en cuenta que el cabrón me ha hecho llorar tantas veces… ¡Ja! - responde Scarabosio con unos ojos insondables perdidos en las aguas del mar de Liguria.
Antonello hace lo que puede para traducir al francés al ver que Florent no acaba de entenderlo del todo.
- Pero basta de cháchara, ayudadme con las redes, chicos. Es hora de moverse un poco o nos hundiremos en nuestra propia mierda, ¡ja! - dice el pescador, haciendo equilibrios hacia la proa mientras se sujeta el sombrero vaquero para que no salga volando.
La imagen baja y Antonello deja la cámara encima de una caja apuntando al cielo. Una gaviota se separa de sus compañeras y, sin pensarselo dos veces, suelta una cagada bien cargada sobre el pobre Signor Puccini, como si quisiera vengar su corazón roto tras ver Madama Butterfly.
La Colazioni
Son las 10:12h y nos encontramos subiendo las empinadas calles que conducen a Il Comignolo bajo un sol radiante.
La puerta del hostal está entreabierta y entramos. Como de costumbre, la señora Gobbi está haciendo punto detrás de la recepción de madera. Esta vez a la luz natural que entra por los múltiples portillos. Al oirnos levanta la cabeza.
- Buongiorno, Antonello - dice con una voz calmada.
- Buongiorno, señora Gobbi - respondemos.
Con la luz del día podemos apreciar con mayor detalle la estancia. Lo que más destaca es sin duda la tupida enredadera que crece justo detrás de la señora Gobbi. La planta se cuela entre los viejos y agrietados ladrillos, parece como si la naturaleza quisiera reclamar el lugar que una vez fue suyo.
- Buongiorno - se escucha de pronto a nuestra derecha con un marcado acento francés.
Florent aparece en escena. Y, aunque su figura sigue siendo enorme y regia, hay algo distinto en su postura. Un recogimiento físico que lo empequeñece y lo empaña levemente de una afabilidad nunca antes vista en las imágenes previas. Su bigote parece algo más descuidado.
- Buongiorno, Florent. Hoy os toca con Bruno de Luca. Piazza di Tutti, ya sabes donde vive, Antonello - contesta Nina sin levantar la vista de su lana naranja.
La cámara asiente siguiendo la cabeza de mi primo. Hechas las formalidades, Florent nos hace un gesto con la cabeza y le seguimos al exterior.
Recorremos las arterias de Soltano a paso ágil y nos vemos envueltos en una superposición de las rutinas matutinas de la gente. Ventanas que se abren para ventilar, humaredas de café que se escapan por los balcones, y gritos de madres que persiguen a niños escurridizos empapan las imágenes.
Entre las casas cuelga la colada, como banderines de colores ondeando al viento que celebran la cotidianeidad - interrumpidos de vez en cuando por algún gorrión somnoliento que toma el sol entre las prendas de ropa.
Después de varios giros, estrechos callejones y bifurcaciones, conseguimos llegar al lugar de nuestra segunda cita: la Piazza di Tutti.
Si las calles de Soltano fueran ríos, la Piazza di Tutti sería el lago dónde todos ellos desembocan. Es, sin lugar a dudas, el sitio más concurrido del pueblo. Todas las fiestas populares se celebran en esta plaza y se dice que es el punto de encuentro favorito de las palomas en toda Italia.
La plaza se halla en pleno centro del barrio de Maggiore y tiene una forma cuadrada con unos mosaicos geométricos de colores rosados en el suelo. En uno de sus lados se encuentra el ayuntamiento, y en el opuesto, una pequeña iglesia. Unos majestuosos olivos están plantados a lo largo de todo su perímetro y dan sombra a una docena de bancos de madera oscura.
Al desembocar en la plaza, vemos cómo los tenderos terminan de montar sus puestos para el mercado en el centro de la Piazza di Tutti. Entre los compradores, dos voces agudas resaltan sobre el resto:
- ¡Qué no! Que quiero probar esas olivas negras para la salsa - exclama con tozudez Lina Pipistrelli.
- ¡Pero si eso no tiene ningún sentido! No combinan para nada con la albahaca - responde la cabeza siamesa de Gina.
- Que te digo que sí. Además, ¿cómo lo sabes si no lo has probado? - responde Lina.
- Porque tengo gusto. No como tú y tus experimentos. La semana pasada probaste a ponerle mostaza al pesto, y te acuerdas cómo salió…
Las dos cabezas de cabello pelirrojo se alejan con sendas bolsas llenas de albahaca y piñones, y desaparecen entre la gente.
Nos encaminamos hacia la esquina noroeste de la plaza y llegamos a un edificio de cinco plantas de fachada amarilla. Nuestra mano aparece en el plano y pica al timbre del ático. Al cabo de unos segundos, se escucha una voz que grita:
- ¡Buongiorno, Antonello!
Enfocamos la cámara hacia arriba y vemos a un rostro que nos saluda entre unas macetas desde el último piso.
- Dame un segundo chico. Enseguida estoy con…
- Grrrrrr - le interrumpe un sonido salvaje.
- Sí querido, perdona ya voy.
- ¿Cómo estás, Antonello? Cuánto has crecido, la última vez que te ví…
Unos gruñidos lo interrumpen otra vez.
- Papá se ha distraído. Es verdad, lo siento querido. Ya vengo Monsieur Bonaparte…
Bruno desaparece entre las hojas de una bugambilia. La cámara baja de nuevo y nos recibe la cara desconcertada de Florent que alza una ceja.
- Es el gato de Bruno, Napoleón. A Bruno le gusta mucho la historia. Es un animal un poco… consentido - explica Antonello en francés.
Florent no parece demasiado convencido por la explicación. Unos minutos más tarde, la puerta se abre y aparece Bruno De Luca.
Huesudo, pelo largo, alto y moreno. Esos serían los atributos principales si alguien tuviera que describir a Bruno brevemente. Otra combinación de palabras algo atrevida, pero a la vez, también muy apropiada sería la de “surfero bohemio con perilla”.
- Vamos a desayunar, seguro que nuestro amigo Florent todavía no ha probado la especialidad de la región de Liguria - dice Bruno, guiñando un ojo a la cámara, como si estuviera en un anuncio.
Le seguimos entre la gente y cruzamos de nuevo la plaza hasta la esquina opuesta. Debajo de unas galerías bordeadas por arcadas, aparece un pequeño café con una terraza a la sombra de unas amplias sombrillas color crema. En una de ellas se lee: Caffè Alessandro escrito en sendas letras rojas.
Cuando los tres nos sentamos en una de las mesas de cristal, un hombre encorvado con una escoba pasa cerca de nosotros.
- ¡Paolo! ¿Cómo andamos? - saluda de golpe Bruno, palpandose un reciente arañazo en lado derecho de su cuello.
Paolo alza la mano con desgana a modo de saludo y contesta:
- Pues hoy es uno de esos días en los que solo me he levantado para poder acostarme al final del día. Eso que…
Paolo interrumpe su frase cuando, a nuestra derecha, se escucha el roce del papel y vemos a Bruno apuntando algo ávidamente en un pequeño cuaderno granate de tapa dura.
- Bah… Siempre tan egocéntricos, dichosos escritores… - remuga Paolo antes de darnos la espalda y perderse entre la gente.
Bruno parece no inmutarse en absoluto por el comentario - lo que indica que probablemente está más que acostumbrado a este tipo de situaciones.
- Es una obsesión mía. Veo ideas en todas partes, tengo que apuntarlas antes de que se me olviden. Esa frase, esa frase es oro - se explica Bruno mientras mueve su bolígrafo, como una batuta en el aire y se guarda la libreta en el bolsillo delantero de una camisa de lino blanca.
Florent nos mira fijamente desde nuestra izquierda y Antonello hace lo que puede para traducir las palabras de Bruno.
El forastero sigue con el ceño fruncido, por lo que Bruno dice:
- Soy escritor, Florent. Es algo con lo que se nace, supongo… No puedo ni siquiera tomarme duchas antes de irme a dormir. Si lo hago, las ideas me vienen a tropel y no puedo evitar sentir la necesidad de apuntarlas. Es un sin vivir. No puede uno irse a la cama de manera tan irresponsable, ¿no cree usted? Hay que recogerlas antes de que se pierdan en el olvido. Es como una estampida de ideas que me embiste, una ola que me aplasta contra el fondo del mar, que me arrolla. Mierda, eso ha sido una buena frase, debería apuntarla - continúa el escritor a la vez que vuelve a sacar la libreta de nuevo.
Florent sigue con una cara confusa.
- Soy tan meticuloso con mis ideas que, siempre que puedo, desayuno, como y ceno lo mismo, cada día. Unos hábitos sólidos son la base para poder despegar hacia la imaginación, explorar tu mente, sin preocupaciones que te aten a lo mundano, ¿comprende? Cuanto más organizado está el mundo exterior de una persona, más fantástico se vuelve su mundo interior. Como dijo su compatriota Gustave Flaubert en uno de sus libros1: Soyez réglé dans votre vie et ordinaire comme un bourgeois, afin d’être violent et original dans vos œuvres - recalca Bruno con intensidad.
En ese instante una camarera de baja estatura aparece en escena y, como si quisiera corroborar la veracidad de los argumentos del escritor, pregunta:
- ¿Lo de siempre, Bruno?
- Esto… ¡Sí! Que sean tres, hoy tenemos un invitado especial, Donna - anuncia Bruno con un entusiasmo contagioso.
Sin embargo, Donna parece no estar muy interesada en Florent. Después de recoger algunas tazas de café sucias y limpiar la mesa de cristal con una bayeta, se aleja sin decir nada, con la bandeja bien alta, como si quisiera servirle a algún dios del cielo, mientras con la mano libre recoloca un par de sillas con un movimiento de muñeca tan leve que parece que estas se muevan solas, como bajo un hechizo.
- Estuvisteis hace poco con el viejo Scarabosio, ¿verdad? Yo no podría estar en el mar a solas tanto tiempo. No, ni de broma, me volvería loco. Estar a solas esperando sin hacer nada… Ni que me pagaran. ¡No me aguantaría a mi mismo! Eso es tan cierto como que la vida es demasiado corta - exclama Bruno antes de golpear la mesa con su puño - Hay que vivir para escribir, como decía Hemingway, así que aquí estamos; el mar no es para mí - explica con una amplia sonrisa, mostrando una perfecta dentadura.
La cadencia del escritor varía tanto que parece que su voz esté subida a una montaña rusa. Antonello hace lo que puede para traducir la rápida sucesión de palabras al francés.
- Pues Tommaso me dijo que la soledad es importante para… - empieza a decir Florent.
- …para aclarar las ideas, encontrarse a uno mismo y todo eso… Sí, sí, eso también me lo ha dicho - le termina la frase Bruno - Y no le falta razón. Pero, por fortuna mía, hoy no hemos venido a hablar de mí. Dime, ¿por qué ha venido a Soltano, señor Florent?
Florent se queda unos segundos callado meditando su respuesta.
- Porque no encuentro la originalidad - contesta al fin.
- Aaaaah… Eso, amigo mío, no es solo improbable sino también imposible. La originalidad es completamente inevitable - dice Bruno con una seriedad nunca vista hasta entonces.
Florent parece todavía más desconcertado.
Donna llega en ese momento con una bandeja bien cargada y deja rápidamente en la mesa dos cafés, un chocolate con leche, y tres trozos de focaccia humeantes.
- Permítame hacer una pausa. Esto, amigo mío, es el mejor desayuno del mundo. Ya sé que, en Francia, ustedes están muy orgullosos de su croissant y pain au chocolat pero esto, esto no tiene comparación. Disfrute de la reina de las colazioni.
A continuación, Bruno parte su trozo de focaccia en dos y lo moja en el café durante cinco segundos que cuenta en voz alta antes de meterselo a la boca. Mientras mastica con los ojos cerrados hacemos zoom para añadir dramatismo a la escena.
Los tres comemos durante unos minutos sin hablar y, como si estuviera ensayado, dejamos ir, a la vez, un prolongado suspiro de satisfacción al reclinarnos en nuestras sillas.
- Ahhh… Que bueno es vivir a veces - dice Bruno con un brillo en los ojos - Ves, cuando el panadero Alessandro Alessandrini ha hecho esta focaccia por la mañana, la originalidad ha nacido junto al sol. Aunque haya hecho miles de ellas durante su vida, nunca antes había hecho una hoy.
Florent sigue sin decir nada pero parece algo tenso.
- Nadie de nosotros, nadie de está plaza - continúa Bruno, abriendo los brazos, como si quisiera abarcar toda la Piazza di Tutti - ha vivido antes. Tal vez se hayan fabricado todos los posibles perfumes, pero usted todavía no ha fabricado el siguiente. Cuando uno hace algo es la primera vez que se hace en toda la existencia de este universo. Todo es nuevo cuando pasa a través de ti. Porque existir es lo único que necesitamos para ser originales, Florent. No hay nadie más como yo, ni como usted. Y con eso debería bastar. Por eso no estoy muy a favor de la “originalidad” forzada de este pueblo… - señala el escritor con una voz tañida de amargura.
Florent se remueve inquieto en su asiento y aparta la mirada. Al ver que el francés sigue callado, Bruno añade:
- Lo que quiero decir es que usted es original de nacimiento, ¿sabe?
Silencio de nuevo. El forastero parece extremadamente incómodo.
De repente, Florent estalla:
- ¡¿Y esto es original?! - exclama, quitándose las gafas con un gesto brusco.
Aparecen en el fotograma dos grandes ojos bizcos de color avellana que nos miran sin mirarnos. Las mejillas de Florent se pintan de rojo, su respiración se acelera y sus puños se crispan sobre las migas de pan. Pero Bruno no parece asustado.
- Pues claro. Nunca he visto unos ojos como los suyos, y mira que he conocido a bizcos. Mis dos tías lo eran y sus dos hijos también. Pero nadie los tiene igual de bizcos. Cada uno es único a su manera.
Florent, todavía tenso, se vuelve a poner las gafas pero una solitaria lágrima escapa por su mejilla izquierda.
- ¡¿Y usted qué va a saber?! - replica Florent con la voz algo temblorosa.
Antonello traduce las palabras, temeroso.
- Escuche, nunca deje que la gente le diga lo que es, y, sobre todo, lo que no es. Tiene que aceptarse a sí mismo, y usar eso como su escudo. Cuando era pequeño, mis compañeros de clase se reían de mí porque soy disléxico y me costaba barbaridades leer y escribir. Pero nunca dejé que eso se interpusiera entre mi y mi sueño de ser escritor. Por suerte, tuve un buen amigo que me lo recordaba a menudo. Usted es suficiente. No puede evitar ser suficiente, porqué solo hay uno como usted.
Otra lágrima cae por la mejilla derecha de Florent.
- Mi hermano mayor, Laurent, siempre ha sido el original. Todo el mundo lo admira desde que eramos pequeños. Era él quien siempre tenía las ideas en nuestra perfumería. Yo… solo seguía sus órdenes.
- Seguro que usted tenía también buenas ideas. Solo tiene que confiar en ellas - dice Bruno.
- Todos confiaban siempre en mi hermano. Incluso mi mujer Camille… Éramos socios pero yo no tenía influencia en la perfumería. Siempre era Laurent quién lo decidía todo. Nunca me ha dejado decidir nada, no es que fuera muy bueno con los perfumes de todas maneras…
- Yo creo en usted, señor Fleurant - dice Bruno.
- Pero si ni siquiera me conoce… - dice con un hilo de voz, como el aire que se escapa de un globo.
- No lo necesito. Alguien tiene que confiar en la gente cuando nadie lo hace, ¿no cree?
Florent lo mira a través de sus gafas negras.
- Mi tía Marguerite era la única que confiaba en mí. Ella… me dejó algo de dinero antes de morir, para que abriera mi propia perfumería.
- A veces necesitamos que alguien nos lo recuerde.
Los labios de Florent tiemblan y se levanta para irse. La cámara se alza pero Bruno nos hace un gesto con la mano para que nos quedemos.
- Necesita estar solo, Antonello. Déjalo por hoy - dice Bruno, con una mezcla de compasión y aprensión en sus ojos, poco propia de él, mientras sigue a Florent con la mirada.
Al cabo de unos instantes, el escritor sacude la cabeza como para despertarse y vuelve a sí mismo.
- Oye, tu francés es increíble. Esa chica… Elettra, debe estar muy impresionada. Cuéntame más, creo que me iría bien algo de inspiración para mi siguiente romance - dice Bruno con su sonrisa bohemia.
A continuación, saca su bolígrafo y hace un clic, como si encendiera una grabadora de voz.
Il Limone
- Hoy os toca con Katerina Vanoni, en Angolino del Limone - anuncia la señora Gobbi.
Y con esa frase volando en el viento, salimos del hostal y nos dirigimos junto a Florent hacia el pequeño barrio de Ridotto, cobijados bajo un áspero cielo color pomelo propio del final de una tarde de verano.
En la vida, cosas muy diferentes están una al lado de la otra. Apretujadas, como en un vagón de metro en una capital a hora punta. Los hospitales albergan personas dando a luz y gente exhalando sus últimos suspiros; en las cocinas, el salado y el dulce se mezclan para crear nuevos sabores; y la lava se encuentra con el mar en una furiosa reacción en una remota isla en mitad del océano pacífico.
Todo es parte de nuestra existencia - y sin embargo, a menudo sucede que no somos completamente conscientes de ello. Incluso si lo intentamos, la vida es demasiado caótica y tenemos un tiempo limitado.
Pero este contraste es mucho más evidente a simple vista cuando se reduce la cantidad de elementos que pueden colisionar entre sí. Y Soltano es un vivo ejemplo de ello, especialmente en el pequeño barrio de Ridotto.
El microbarrio tan solo se compone de una plazoleta llamada Angolino del Limone, rodeada de cinco edificios, todos con fachadas de colores distintos. En la planta baja de cada uno hay un negocio diferente. Vemos una consulta médica de fachada verde menta, una perfumería amarilla, una zapatería roja, una tienda de ataúdes morada y, a su lado, una heladería de paredes blancas.
En este momento la plazoleta está muy silenciosa, como si los habitantes hubieran acordado hacer una pausa para descansar de vivir.
La cámara enfoca a una papelera y vemos que está llena de recibos. Algunos son de helados, otros de recetas para medicamentos y en otros se leen tipos de madera para ataúdes. La basura también contiene pañuelos, algunos con trozos de galleta pegadas y otros húmedos, probablemente de mocos y lágrimas.
Levantamos la cámara en busca de Florent. Lo encontramos quieto, mirando la mirando la perfumería, ahora cerrada. Tiene un pequeño escaparate lleno de botes de cristal de todos los tamaños y formas imaginables - hay algunos que tienen forma de serpiente y otros son perfectas esferas llenas de sustancias de colores. Parece más el taller de un alquimista que no una tienda de perfumes. De la fachada amarilla cuelga un antiguo letrero de hierro forjado donde se lee L’Essenza en letras góticas.
Después de unos segundos, Florent se dirige hacia la heladería y lo seguimos. Sobre su puerta arqueada se lee: Quattro, en grandes letras negras pintadas a mano en la pared. También podemos ver varios círculos de colores de distintos tamaños que se solapan y decoran los muros alrededor de la entrada.
- ¡Aquí tienes, pequeñín! - dice la heladera con una inmensa sonrisa, tendiendole una tarrina de helado a un niño acompañado por su padre.
La heladería Quattro es un estrecho pasillo con un alto techo de vigas de madera del que cuelga un ventilador en movimiento. La cámara de Antonello no para de inclinarse hacia arriba para captar todos los detalles. Las paredes son rosadas y están llenas de gruesos estantes de madera con varias cestas de limones y tarros de barro llenos de vainilla y granos de cacao. No hay ni siquiera sitio para sentarse, solo cabe el mostrador de los helados que está situado al fondo de la tienda.
Nos hacemos a un lado para dejar salir a los dos clientes y la heladera sale detrás del mostrador con un delantal corto manchado de todos los colores del arcoiris.
- !Bienvenidos a Quattro! Soy Katerina Vanoni, encantada de conocerte, Florent - anuncia con un entusiasmo rebosante, abrazando con fuerza al francés - ¿Cómo estáis? ¿Os apetece probar unos helados? ¡Son los mejores que he hecho nunca! - nos pregunta con una sonrisa traviesa.
Antes de que alguien pueda contestar, Katerina ya ha vuelto detrás del mostrador y está sirviendo hábilmente tres tarrinas con cuatro bolas.
- En esta heladería solo tenemos cuatro sabores, Florent. Pero son los mejores: vainilla, chocolate, limón y un cuarto qué cambia cada año. Este año es de pistachio y caramelo salado, ¡está taaaaaaaan bueno, es lo mejor que he probado en el mundo! - explica Katerina con alegría.
La heladera sale con energía de detrás del mostrador y nos ofrece las tarrinas. Lleva un sencillo vestido de color beige debajo el dalantal con unos ribetes de color naranja pálido en las mangas y en las pequeñas solapas del cuello. Su pelo está recogido en una intrincada trenza que va de oreja a oreja y se sostiene con un pañuelo color Azul Tiffany.
- Vamos fuera. El cielo tiene unos colores increíbles. ¡Es lo más precioso que he visto nunca! - comenta la mujer antes de salir con paso rápido hacia el exterior.
Florent se queda rezagado, mirando la tienda con desconfianza. Su bigote, cada vez más descuidado, ya amenaza con cubrirle por completo el labio superior.
- No te preocupes, nadie va a robar nada - dice Katerina con despreocupación.
Seguimos a la heladera a través de la plazoleta y nos sentamos en un banco que se encuentra bajo un gran limonero entre la perfumería de L’Essenza y la zapatería. El espacio entre ambos edificios da directamente al mar y vemos los empinados escalones tallados en la piedra que Antonello usó para llegar a La Gola dell’Oceano el día que Florent llegó a Soltano.
- Mmmmm… Este helado, es lo mejor que me ha pasado en la vida. En los días más despejados se puede ver la costa francesa desde aquí, ¿sabes? Es lo más bonito que he visto nunca. Me han dicho que eres de Grasse, ¿verdad? - pregunta Katerina con la boca llena de helado.
- Sí - responde Florent mirando a sus cuatro bolas de colores con indiferencia.
El sonido del mar nos llega desde abajo y la luz del cielo nos devuelve un degradado de colores suaves, como si alguien hubiera emborronado con los dedos un cuadro recién pintado.
- Yo nací aquí, en el piso de mis padres. Justo encima de la heladería - cuenta Katerina.
- Katerina no parece un nombre muy italiano - señala Florent.
- Es ruso. Mis padres no pudieron encontrar ningún nombre de chica italiano que les gustara y no estuviera ya usado en Soltano. Así que me pusieron Katerina, por la famosa bailarina de ballet rusa Ekaterina Maximova. A ellos les chiflaba el ballet. Es el nombre más bonito que conozco, ¿no te parece un nombre increíble?
Florent asiente mientras juega con su cucharita de madera.
- ¿Cómo es que entiendes algo de italiano? - pregunta Katerina a continuación con una mirada curiosa.
Sus ojos son de colores distintos, uno de color miel y el otro de un verde oscuro y tiene varias pecas que le recorren las mejillas pasando por el puente de la nariz.
- Es por mi tía Marguerite. Ella era profesora de italiano. Me… enseñó un poco - responde Florent.
- Oh… Interesante, me encanta el italiano, es lo más precioso que hay en este mundo. Oye, prueba el helado, anda, que se te está derritiendo - dice con una risita Katerina.
Florent mira al contenido de su tarrina, que ya es casi una sopa multicolor, y come un poco de helado.
- ¿Y bien?
- Está bueno. Aunque… Quizás un poco… ¿Écœurant?
- Creo que quiere decir… ¿Empalagoso? - traduce Antonello.
- Mmmm… Puede que tengas razón, tal vez me haya pasado con el caramelo - responde Katerina pensativa.
- ¿Pero no habías dicho que era el mejor helado que habías probado jamás? Eres… como muy… mitómana, ¿no? - replica Florent extrañado.
- Bueno, eso ha sido hace un rato. Las opiniones cambian, ¿sabes? Lo que importa es el ahora - dice Katerina con convicción.
- Pero es importante prevenir y…
- La vida es demasiado caótica, es imposible prevenir nada - le interrumpe la heladera.
- ¿No te apuntas ni siquiera está corrección para la próxima vez?
- Nunca me apunto nada. Todas las cantidades son a ojo - responde Katerina antes de zamparse media bola de helado de limón de golpe.
- Pero entonces… Puede que el helado no sepa bien.
- Los helados siempre son distintos, es más interesante así. Y si uno sale mal, pues sale mal, el próximo ya saldrá mejor.
- ¿¡Pero a qué precio!? - exclama Florent intensamente.
Katerina lo mira sorprendida. Florent se pone rojo y mira hacia sus botas
- Désolé… Es que no lo entiendo… - hace una pausa y respira hondo - ¿No te da miedo vivir así? Yo… Yo quería formar una familia con mi mujer y todo se vino abajo. Las expectativas duelen demasiado.
- A veces, pero lo que vale la pena es lo que más expectativas tiene. Si no arriesgamos, ¿para qué vivimos entonces? Intentar controlarlo siempre todo es imposible y no te va hacer ningún bien. Además, tú has sido el que ha venido a este lugar remoto. ¿Acaso no es eso una apuesta a la incertidumbre?
- Pues… Yo pensaba que podría tener más control de las cosas en un pueblo tan pequeño y… único. Mi tía Marguerite me habló de Soltano, lo visitó hace mucho tiempo. Me lo recomendó para… despejarme. Para… empezar de cero.
- ¿Por eso has venido?
- Oui.
- Pues lamento decirte que no conozco un lugar más imprevisible e imperfecto que este pueblo. Y he vivido por todo el mundo, créeme.
De repente, un gran limón aparece en el fotograma e impacta con fuerza en la cabeza de Florent, justo cuando se estaba llevando la cucharilla, bien cargada, a la boca. El resultado es un bigote empapado de un mejunje multicolor.
Katerina suelta una sonora carcajada.
- ¡Lo ves, te lo dije! Espérate aquí, que voy a buscar unas servilletas - dice la heladera mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano.
Pero al dar el primer paso, pisa el limón recién caído, cae de culo y su tarrina aterriza del revés sobre sus trenzas. A continuación, unos gruesos chorros de colores le resbalan por la cara. Hay un momento de silencio, y entonces los tres empezamos a reírnos tan fuerte que rompemos la silenciosa tarde, haciendo que algunos vecinos molestos abran las ventanas para ver quién ha interrumpido su sagrada y predecible siesta.
Los Últimos Días de Verano
Lo que viene a continuación es una secuencia de imágenes de Florent (a excepción de alguna aparición ocasional de Elettra) durante los últimos días de verano en Soltano. Mi sospecha es que estas grabaciones fueron el resultado de mi primo Antonello espiando al francés sin que este se diera cuenta, pues son de poca duración y, normalmente, desde lejos.
Al principio, el francés pasa la mayor parte del tiempo solo. Sentado en bancos, caminando por la playa o mirando por la ventana de su habitación. Sin embargo, un patrón en los fotogramas se hace cada vez más evidente a medida que avanzamos en la cinta.
Un día, Florent empieza su jornada con un paseo matutino por Mare Grande donde charla un rato con Scarabosio antes de que este zarpe. Unos días más tarde, se encuentra a Isabella y Pietro que bajan a la playa con su mesa de ping-pong, al parecer tienen una competición cerca y necesitan mejorar su técnica. Así que Florent se acaba quedando un rato más para hacer de árbitro y anotar los puntos.
Poco a poco, se van añadiendo a su rutina más habitantes de Soltano, y el forastero pasa de estar completamente solo a estar acompañado desde que sale el sol hasta bien entrada la noche.
Los desayunos suelen ser con Bruno y su gato Napoleón en el Caffè Alessandro de la Piazza di Tutti, a veces acompañados de la señora Gobbi. Sus comidas empiezan a incluir ingredientes poco convencionales desde que Florent se ofrece a probar los experimentos de Lina Pipistrelli en su restaurante Il Peschereccio del Pesto, bajo la mirada desaprobadora de la otra siamesa, Gina. Los postres normalmente acaban con chapuzones en las aguas turquesas de Mare Piccolo donde los niños animan al forastero a saltar desde los acantilados; más de una vez el aterrizaje acaba en un planchazo y un torso rojo.
Florent pasa la mayorías de las tardes tomándose un helado bajo el limonero de la plazoleta Angolino del Limone. Habitualmente acompañado de Katerina Vanoni y, de vez en cuando, de Paolo Lombardo, que aprovecha para tomarse un descanso y dar alguna calada al puro de Florent. Las conversaciones navegan sin rumbo y sólo son interrumpidas por los comentarios cínicos de Paolo y las exclamaciones de Katerina que siempre cree haber avistado, erróneamente, la costa del sur de Francia.
El lugar de las cenas varía cada día y Florent acaba conociendo a todo el pueblo. Incluso es invitado por el mismo alcalde Maurizio Tedesco a un picnic para conocer a toda su familia. Esa velada en concreto acaba muy tarde, pues la familia del alcalde consiste en un ruidoso grupo de más de veinte personas.
Y, si bien cada día trae consigo algo nuevo, lo que es constante en todas las escenas es el crecimiento exponencial del bigote de Florent y la progresiva relajación de sus hombros.
Finalmente, la cinta se termina y pasamos a otra secuencia de imágenes.
Son las once de la mañana del día veintiuno de septiembre de 1986, el último día de verano. La escena nos muestra una estrecha y tranquila calle en el barrio de Maggiore llamada Via Pettegolezzo. En ella vemos a un Paolo encorvado, que barre concienzudamente los adoquines. Al oír nuestros pasos, levanta la vista y apunta su nariz aguileña hacia nosotros.
- Deberías estar en la playa, chico - masculla mientras se pone a barrer de nuevo.
- ¿Por qué? La votación será dentro de una hora. Y además, se celebra en la sala de plenos, no en la playa…
- ¿No lo sabes? Parece que el francés ha decidido marcharse antes de la votación. Ayer, cuando barría Largo Ombra escuché a la señora Gobbi despedirse de Florent. Echaré de menos sus puros, aunque ya sabía yo que no aguantaría…
- ¿¡Cómo!? - exclama de repente Antonello, haciendo que el fotograma vibre descontroladamente.
- Pues eso, que Florent se marcha. El avión debe estar a punto de salir - repite con más ahínco el barrendero.
De pronto, una de las ventanas de la calle se abre con un fuerte golpe y se asoma la cabeza de la profesora Isabella Bellini con los ojos como platos y su pelo rizado revuelto.
- !Pietro! ¡Florent se marcha! No entiendo nada… ¡Tenemos que ir a Mare Grande, ya! Cazzo!¡Ya podrías haber avisado antes, Paolo! - grita a pleno pulmón antes de que su cabeza se esfume.
- ¡Pffff! Sí, claro. También te haré la colada si quieres… En todo caso, es la señora Gobbi quién debería haber…
Pero el barrendero es interrumpido por una sucesión de más ventanas que empiezan a abrirse de par en par seguidas de más gritos de asombro. Menos de veinte minutos más tarde, todo el pueblo de Soltano ya está al corriente de la situación y nos encontramos en medio de una procesión de gente que trota en dirección a Mare Grande. Enseguida, la playa está abarrotada de expectantes espectadores, atentos a cualquier indicio del extranjero.
Y en ese último día de verano ocurre una secuencia de eventos tan seguidos que hasta el tiempo va corriendo a quejarse al destino de lo apretujados que están.
Y, sin embargo, algo así de orquestado, aunque sea cosa del destino, suele tener un claro desencadenante. En este caso, el detonante es un vestido amarillo que, como por arte de magia, aparece en pantalla en medio de todo aquel tumulto. El vestido lo lleva Elettra, que se acerca, junto a su padre Emiel, hacia nosotros.
Las manos de Antonello tiemblan nerviosas y, sin querer, nos dejan resbalar. Caemos en picado hacia la arena, pero, por desgracia, la fortuna hoy está ocupada con dos jóvenes y deja que choquemos contra una piedra semienterrada. La lente de la cámara se resquebraja y nuestra realidad se divide en tres, produciendo un efecto visual que recuerda al de un caleidoscopio. Acto seguido, una gaviota aterriza en el plano y su pico se cierra sobre nosotros. Nos elevamos rápidamente y nuestras tres perspectivas obtienen una vista cenital de la escena. Y, para rematarlo, la cámara emite un crujido y el sonido se desvanece. Los tres escenarios adquieren entonces ese dramatismo y teatralidad propios de una película muda, solo que a todo color.
En el fragmento más pequeño, vemos como Elettra y su padre Emiel llegan hasta Antonello. El profesor de francés le estrecha la mano efusivamente a nuestro primo con una sonrisa y parece darle la enhorabuena. Elettra se pone de puntillas y, a modo de saludo, le da un beso en la mejilla mientras su vestido amarillo ondea detrás de ella. La mejilla de Antonello, que ya se había adelantado previamente tornandose de color carmesí, se tiñe de un tono que roza el granate.
En el segundo fragmento, un poco más grande, vemos a los habitantes de Soltano que miran ansiosos hacia el mar de Liguria. Algunos de los niños y niñas están incluso subidos a los hombros de sus padres para ver mejor. Están todos. Vemos a los profesores Isabella y Pietro Bellini cerca de la orilla, sentados sobre su mesa de ping-pong con los pies colgando; al alcalde Maurizio Tedesco, que se frota las manos e intenta, desesperado y sin éxito, calmar a la multitud; a Bruno de Luca, que escribe con intensidad en su pequeña libreta granate, levantando la cabeza cada pocos segundos, como una suricata atenta a cualquier idea valiosa entre las conversaciones; a Paolo Lombardo, que está separado del resto fumándose un cigarrillo y apoyado en su escoba; a Katerina Vanoni, que ha traído su pequeño carrito de helados y los reparte entre un grupo de niños y niñas con una gran sonrisa; vislumbramos a nuestra abuela Francesca Tucci, que conversa alegremente con el panadero Alessandro Alessandrini, quien aún lleva puesto su delantal, cubierto de harina de las focaccias; y, por supuesto, también a las siamesas Pipistrelli discutiendo entre ellas acaloradamente; vemos incluso a Tomasso Scarabosio, con su inconfundible sombrero vaquero, que ha amarrado su barco cerca de la orilla y lanza cada pocos segundos un escupitajo a su viejo amigo el Signor Puccini; y sentada en una roca cerca de la orilla, vemos a Nina Gobbi, que mira relajada el horizonte, por una vez sin lana ni agujas entre sus manos.
Y en el último y tercer fragmento de la lente, el mayor de los tres, vemos La Soglia; el majestuoso arco romano se alza sobre las aguas y enmarca la frontera entre el mar y el cielo.
Y, de pronto, un hidroavión rojo aparece deslizándose por el mar con elegancia. Casi parece un vídeo rebobinado del día en que Florent llegó a Soltano. El mismo avión rojo, el mismo Giovanni Rosso pilotando, el mismo pasajero francés, el mismo cielo azul y el mismo sol. No obstante, a parte de la orientación del avión, la imagen tiene una sutil diferencia.
Pues hay una ausencia y una novedad en los fotogramas que contradicen el caluroso y soleado día: el señor Florent Fleurant ya no lleva gafas de sol, sino que en su lugar luce un grueso gorro de lana naranja.
Finalmente, el vehículo rojo cruza diligentemente el umbral del arco romano, como si pasar por debajo de él fuera la única salida al mundo real, y desaparece en el cielo azul mientras el bigote, ya totalmente descuidado de Florent, aletea en el viento, como si quisiera levantar el vuelo.
Y es en ese preciso instante, cuando el último pedacito de fortuna nos abandona, y la gaviota nos suelta. Caemos vertiginosamente al agua, y las imágenes mudas parpadean bajo el fondo marino, hasta que el negro engulle nuestra visión por completo.
Epílogo
Hoy en día, todavía me pregunto qué habrá sido del señor Florent Fleurant y de si habrá encontrado lo que buscaba. Y es que en un lugar como Soltano, aparentemente tan idílico, cuando uno no halla lo que busca, el contraste es tan obvio que es imposible ignorarlo. Y esto lo saben bien todos sus habitantes, que están acostumbrados a decir adiós a todos esos viajeros perdidos que vagan por el mundo en busca de respuestas. Respuestas que, sin darse cuenta, ya llevan consigo allá dónde vayan.
Puedes leer la primera parte del relato aquí:
Aunque esta cita se atribuye correctamente a Gustave Flaubert, no aparece en ninguna de sus obras. La frase pertenece a una carta que el autor escribió a Gertrude Tennant el 25 de diciembre de 1876, en respuesta a las preocupaciones de la salonnière sobre la nueva vida de su hijo en París. Sin embargo, no se lo tendremos en cuenta a Bruno, ya que tiene, definitivamente, demasiadas cosas en la cabeza.
Molt, molt treballat.....super!!!!?
MAGNÍFIC. BRAVO SIGNORE VITTORIO!!!!